Este ramen no solo alimenta: emociona
Uno no se levanta un jueves pensando: “hoy voy a encontrar un ramen inolvidable en Bogotá”. De hecho, si llevas un tiempo viviendo aquí, sabes que pedir ramen suele ser una ruleta rusa: o te sirven una sopa tibia con fideos recocidos o una mezcla genérica que jura ser japonesa pero sabe a sobre de supermercado.
Así que no esperaba mucho cuando llegué a I Love K-Food, un restaurante discreto en la Cra 13 con 56. Autoservicio. Sillas sin mucha ceremonia. Gente joven pidiendo rápido. Pero fue justo ahí, en ese lugar donde uno no ve venir nada, donde pasó.
Todo empezó con un chin mandu al vapor. Una empanada coreana, rellena de cerdo y verduras. No parecía gran cosa… hasta que la mordí. Suave. Cálida. Con un relleno que sabía a casa y a calle, al mismo tiempo. No era la empanada que uno come con prisa. Era la que uno cierra los ojos para terminar.
Luego vinieron los kimbap. Pedí dos. El Seoul, fresco y cremoso, con camarón, cangrejo, mayonesa y aguacate. Y el Jeju, igual que el anterior, pero envuelto en salmón crudo. No voy a mentir: el segundo fue como un golpe de surf en la boca. Frío, jugoso, bien armado. Nadie en la mesa habló durante esos bocados. Y eso, para mí, siempre es buena señal.
Pero lo que me voló la cabeza fue el ramen. Probé dos. El primero, con panceta de cerdo. El caldo… qué decir. Un fondo profundo, oscuro, salado con intención, no con pereza. No sabía a cubito ni a polvo mágico. Sabía a olla, a huesos cocinados con paciencia. Fideos en su punto. Huevo marinado que se deshacía. Y esa panceta… no se masticaba, se rendía.
El segundo, de mariscos, venía cargado: camarones, calamares, mejillones, palmito de cangrejo. Cada ingrediente sumaba. Nada estaba de más. Pedí el nivel 4 de picante. Sí, quemaba. Pero de una forma noble. Como un picante que avisa, no que arrasa.
Y justo cuando pensaba que ya estaba, llegó el pollo Sunsal. Frito, sin hueso, perfectamente crocante. Uno de esos platos que crujen en la boca como si aplaudieran. Lo probé con ganjang —salsa de soya fermentada— y con deli chili, que entra suave y termina bailando en la lengua. Ni sé con cuál quedarme.
Salí del lugar con la boca caliente, el estómago lleno y la cabeza dando vueltas. No porque comí mucho. Sino porque no lo vi venir. Porque encontré algo que parecía extinto: comida asiática que no se disfraza, que no maquilla su origen, que no finge.
No sé si a ti te pasa. Pero cuando un plato me sorprende, me emociona. Y cuando la comida emociona, no se olvida.
I Love K-Food no es un secreto. Es una advertencia: si vas, vas a querer volver